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Encuentros con defensores de derechos humanos
Christopher Campbell-Duruflé
Abogado y estudiante de doctorado en derecho internacional, Canadá
Retrato: Carolina Delgado Chaves, 2012.
10 de febrero 2013
Mi primer contacto con la injusticia fue temprano. Recuerdo el verano del 1994, cuando tenía ocho años. Un alto oficial del Gobierno de Ruanda, nombrado después del genocidio y recién exiliado, estuvo presente para una cena en la casa de mis padres en Canadá. Mi hermana menor y yo podíamos entender que algo muy grave estaba pasando. Un vehículo de la policía sin identificación estaba aparcado al frente de la casa para protegerlo y su rostro, al igual que lo de los otros ruandeses presentes, mostraba una infinita dulzura mesclada con una gran tristeza. Eso me dejo entender rápidamente que nuestro mundo es tejido de horrores, pero también que una multitud de personas se unen, se ayudan, y trabajan juntas para superarlos. Creo que esa noche ya nacía mí deseo de hacer lo mismo.
Adolescente, descubrí con mis primeros pasos en esta dirección que la lucha contra las injusticias sería para mi mucho más que un trabajo. Poco a poco, aprendí a compartir lo que había recibido de la vida con aquellos con quienes no había sido tan generosa. Para cada cosa que yo daba, sentía que la gente me devolvían aún mucho más: conocimiento sobre el mundo, sentido de realización personal y sobre todo calor humano. Así fue que adopté progresivamente una ética de solidaridad con las víctimas de injusticias.
En la primavera de 2006, un amigo indígena innu me llevó hasta la Costa Norte de Quebec y me permitió adquirir una nueva perspectiva sobre la situación de los pueblos indígenas en Canadá. Los colonos no-Indígena tienen a menudo una visión de la situación de los indígenas acompañada de malestar, impotencia y desapego. La injusticia histórica de la cual los indígenas son víctimas se representa usualmente como un hecho problemático, pero fuera de nuestro control. Al contrario de encontrar la inmovilidad con la cual se suele describir la “Cuestión indígena" en los debates públicos en Quebec y a través del mundo, encontré en la Costa Norte individuos fuertes y con una visión para su futuro. Este viaje me hizo darme cuenta que apoyar a quienes más lo necesitan involucraría trabajar a lo largo de mi vida con los pueblos indígenas en sus procesos de descolonización.
Contrariamente a muchos otros, nunca he sido hostigado por mi origen étnico, mis convicciones o mi trabajo. Me doy cuenta que, injustamente, esto está relacionado con mi ciudadanía canadiense, por la cual es menos políticamente provechoso intimidarme o atacarme. En lugar de renunciar a este privilegio, he decidido apoyar a los individuos y las comunidades vulnerables que encontraría en mi camino. Esto me llevó varias veces a América Latina, incluso a Colombia con Abogados sin fronteras Canadá en 2012. En muchas ocasiones, observé con espanto el nivel de vulnerabilidad de ciertos individuos frente a los actos impunes de los agentes del Estado o de terceros. En sus miradas y por la insistencia con la cual me preguntaron hasta cuando nuestro proyecto seguiría, sentí la importancia del aporte que puede tener la cooperación internacional para personas vulnerables. No proporciona soluciones mágicas, pero puede brindar apoyo y legitimidad a importantes procesos locales.
Soy convencido de que he recibido mucho más de la gente que mi trabajo en derechos humanos me ha permitido conocer, que lo que he podido dar. No proporciona fama, ni riqueza, ni poder, pero un sentido de humanidad. Entre los numerosos momentos que siempre se quedarán grabados en mi memoria, recuerdo especialmente mi encuentro con dos líderes indígenas Embera en el Norte de Colombia. A pesar de que habían pasado el día entero viajando en las aguas lodosas del río Atrato, inmóviles en una lancha motorizada bajo una alternancia de aguaceros y de fuerte sol, me aseguraron que eran dispuestos a superar el cansancio para quedarse conmigo hasta tarde en la noche y contestar mis preguntas. Abismos de distancia, de cultura y de privilegios hacían que nuestro encuentro era altamente improbable. Sin embargo, pocas horas después de nuestro primer encuentro, estábamos los tres reunidos en una habitación de hotel para trabajar. Sentados en una cama con una extraña familiaridad, pasé la noche con ellos, garabateando furiosamente en mi cuaderno. Ayudándose uno al otro a traducir del embera hacia el español, tomaron el tiempo de proporcionarme todos los detalles que yo pidiera y de explicarme la magnitud de las injusticias que enfrentaban. Más allá de la información intercambiada, de las acciones planeadas y de todo lo que me aprendieron en unas cuantas horas, esos momentos todavía resuenan en mí por sus profundos sentidos de humanidad y de fraternidad frente a la injusticia.
Tales momentos, regalados por aquellos con los cuales he podido trabajar, me dejan determinados a obrar para promover los derechos humanos, incluso si eso implica ciertos riesgos para mi seguridad. Aunque no es la única manera de construir un mundo mejor, creo que la protección de la dignidad humana por el derecho permite a la vez sanar algunas heridas y prevenir horrores futuros. Defender derechos humanos se extiende más allá de investigaciones jurídicas, alegatos presentados a tribunales y sentencias detalladas. Par mi, es más que todo el hecho de dejarse impregnar por el sentido de humanidad que nos une fundamentalmente a cualquier otra persona, en cualquier país del mundo.
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